«El tiempo es presente ; y el lugar, un país que es probablemente Chile, aunque puede tratarse de cualquier país que acaba de salir de una dictadura».
«Es de noche. […] Hay por lo menos tres sillas, una cassette-grabadora, una lámpara».
En esta atmósfera empieza La muerte y la doncella (1991), obra de teatro de Ariel Dorfman en la que encontramos a Paulina, su marido y abogado Gerardo, y un médico llamado Roberto.
Sufriendo las consecuencias psíquicas de los años de dictadura y de la tortura que experimentó hace más de diez años, Paulina tiene miedo al escuchar un coche -que no es el de su marido- aproximarse de su casa en la noche. Gerardo, al llegar, le explica que tuvo un problema con una rueda y que un hombre lo ayudó y lo dejó en casa.
Una hora más tarde, cuando ya es medianoche, este mismo hombre se presenta a la puerta del piso de la pareja: había escuchado en la radio que Gerardo había sido nombrado en la Comisión Investigadora Presidencial y pensó que como era «tan importante lo que [iba] a hacer» para el país quería ayudarlo, empezando por dejar en seguida el neumático que había quedado en su coche. Sin embargo, Roberto no sabía que su llegada a este lugar estaba por tener una serie de consecuencias importantes.
Es que Paulina dice reconocer la «voz», la «piel», el «olor» de uno de sus agresores. Además, Roberto había citado a Nietzsche durante su conversación con Gerardo, y escuchaba a Schubert en su coche; el mismo disco que ponía el doctor que la violaba. Quiere vengarse. Pero, ¿cómo? Quiere justicia para ella y las otras personas que sufrieron de sus actos y entonces pide a su marido que grabe la confesión de Roberto, y que «si no confiesa, lo va a matar».
Gerardo, sin embargo, sostiene que no fue el médico el agresor y lo quiere salvar. ¿Qué había contado Paulina a su marido? ¿Qué confiesa el hombre, y qué pasa después?
Las respuestas a estas preguntas se encuentran en la última parte de la obra en tres actos de Dorfman. El horror y sus consecuencias callados demasiado tiempo fueron y son, por estos países y sus víctimas, como «una música que toca, y toca, y toca» .
Una obra fácil de leer, pero difícil de aceptar.
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